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Luis Cardeña Gálvez
16/04/2014
ANTE JULIO.
 
 

ANTE JULIO


Fernando Lázaro Carreter: “El nuevo dardo en la palabra”. Editorial Aguilar, 2003



Vaya mes el que hoy fenece. La diosa Juno que le da nombre y cuya función en el Gabinete olímpico, aparte la de proteger parturientas consistía en velar por el Estado, ha dedicado alguna atención al nuestro para que, durante esas cuatro semanas, se invertebrada sólo un poco más. Qué zarandeo, entre leyes, cumbres, manifestaciones, huelgas, porcentajes, Bolsa, el Mundial que, según prestigiosos expertos ha sido muy ‘físico’, y, encima, culminándolo (se dice así), el morrón coreano. Para no repetirlo; ojalá pasemos un julio tan a gusto como un arbusto (lo oí por televisión a un concursante, y me pareció un pareado digno de ponerlo por escrito, o ‘negro sobre blanco’, como dicen nuestros semicultos que han recibido un hervor en inglés). Aunque puede que no tengamos tanta suerte y no salgamos aún del tembleque, estando como estaremos bajo la tutela nominal del belicoso Julio César: bien se sabe que ‘julio’ es por él. así es que hemos tenido muchas ocasiones de horripilarnos; forman este divertido verbo (del latín ‘horripilare’) una primera mitad que transparenta el ‘horror’, y la segunda el ‘pelo’ (latín ‘pilus’). Y significa literalmente, todo el mundo los sabe, ‘poner los pelos de punta’, por miedo o formidable conmoción. El español ya conocía el latinismo ‘horripilación’ desde los principios del siglo XVII (“cierta ‘horripilación’ que el vulgo llama calosfríos”, Méndez Nieto), pero aleteaba por el idioma carente de nido. Sin embargo, su familia léxica se había aposentado firmemente en francés desde principios del XIX, y, por tanto, el verbo y sus derivados tuvieron sin tardar certeros e ilustres avalistas entre nosotros, como Modesto Lafuente (1842), Estébanez Calderón (1847) o Fernán Caballero (1849). Ante tanta pujanza, nuestro Diccionario le dio cobijo en 1852. por otra parte, se había creado con aspecto más castizo ‘poner los pelos de punta’, también calurosamente acogido por plumas aún mayores (Galdós, Pereda, Menéndez Pelayo…).

Así estaban las cosas, cuando hace unos treinta años empezó a difundirse lo de ponerse ‘el vello de punta’, melonada eufemística, ya que el ‘vello’, por supuesto, y sólo en singular, es el ‘pelo que sale más corto y suave que el de la cabeza y de la barba, en algunas partes del cuerpo humano’. ¿Qué vello, pues, se eriza, el de los brazos y pantorrillas, el que arteramente recorre la espalda de muchos y muchas, el bigote execrable allí? Pero ese monstruillo se hizo merecedor de horca cuando, a renglón seguido, fueron ‘los vellos’ los que se pusieron en punta. ¿Así que cada pelito de esos fue un vello? Extraordinario.

Pero no queda aquí la cosa. Por pura broma empezó a cruzarse ‘carne de gallina’ con ‘los pelos de punta’, y procrearon el burdégano ‘los pelos de gallina’: se trataba de una broma particularmente ingeniosa y jovial. Así empezó a ser empleada no hace aún tres lustros, y quienes lo hacían tenían clara conciencia de su ocurrente y culta extravagancia. Pero el reinante analfabetismo se apropió de ella, se olvidó del dislate, y éste anda por las antenas como locución de casta. A miles de aficionados ‘se le pusieron los pelos de gallina’ cuando, ante Eire, el Cid Casillas expulsó con sendos mamporros el esférico que, por dos veces, se le venía enfurecido vía penaltis (¡vana ilusión!). el locutor que emitió tal sandez, atontado por el paroxismo, ni se dio cuenta de qué decía: para él, en aquel trance conmovedor, hasta los lenguados podían ser peludos.

Aquel partido supuso la coronación de Iker I de España, tras un corto exilio en que llegó a ser II de Madrid. Lo explicó con precisión un locutor: el muchacho estaba destinado a ser también suplente en Corea, pero el titular se lesionó. Y –dijo literalmente el informante- “ante esta ‘incontinencia’, el que era entonces segundo portero, tuvo la oportunidad de ‘sacar de sí’ todo lo que tenía dentro”. ¿Deseó decir que la ‘contingencia’, convertida por él en ‘incontinecia’, favoreció a un inmenso meón? ¿Gracias a eso se produjo la ‘enaltación’ de éste, según dijo una veterana presentadora televisiva?

Artefacto este, el de la tele, que ha sacado del Mundial cuantas horas ha podido: entrevistas, declaraciones, elevada filosofía del fútbol… Y vimos algunas ráfagas de ‘entrenos’ de nuestra selección. Sin duda, ‘entrenar’ es uno de nuestros vocablos más mutantes: sabemos los prehistóricos del idioma que, en nuestros tiempos, los jugadores ‘se entrenaban’ mientras que el “coach” (por variar y modernizar el léxico) los ‘entrenaba’; primera sacudida proveniente de América; se amputó el pronombre y así, Morientes ‘entrena’ cuando corre, salta y pelotea, y, a su vez, Camacho ‘entrena’ a la selección. ‘Entrenar’ asumía de esa manera su antiguo significado reflexivo, podía seguir siendo transitivo, y, de paso, se travestía de intransitivo. Como es natural, el Diccionario académico no ha acogido tan fea mutilación, que no es sólo léxica, sino que ataca al corazón de la Gramática. Y eso es un poco más serio.

Pero el infolio, en su última edición, ha acogido ‘entreno’por ‘entrenamiento’, sin duda por hallarlo morfológicamente explicable: tenemos otros nombres posverbales, es decir, extraídos de una forma verbal: un ‘espía’, un ‘escucha’, la ‘marcha’, la ‘cita’, el ‘encuentro’, el ‘recibo’ y bastantes más. Pero todos tienen la particularidad de que no se introdujeron para sustituir a otras palabras, sino que fueron creadas para satisfacer una necesidad. En este caso, ya teníamos ‘entrenamiento’, voz que entró en el Diccionario en 1927, cuando ya la usaba mucho antes el tratadista militar Jaime de Vianda (1764): el jefe “debe atender con vigilancia a la salud y ‘entrenamiento’ de los soldados y de los caballos”), y numerosos escritores (Pereda, Lugones, Maeztu…) antes d ese año (¡ah, los retrasos de la Academia, antes vituperada por ellos, ya hora, a veces, por su velocidad!).

Lo del Mundial daría mucho más de sí, si mi ánimo no hubiera salido derribado de aquel estadio del sol menguante. Ni fuerza tengo para revisar mis notas. Sólo me quedan reminiscentes los tacos con que tantos comunicadores –y no sólo de deportes; pero éstos parecen haberse concedido bula- se apoyan para andar cojitrancos por el idioma y entristecerlo. El taco en sí no resulta abominable cuando entra como un estoque en la charla confianzuda, oportuno, en su sitio. Pero es síntoma de hambruna mental eyacularlos en público y reírlos. La imagen que ofrecemos, apoyada incluso con nuestros impuestos –de TVE hablo, y su cortejo radiofónico-, de ser la de aquellos entrañables ancestros nuestros, convertiría Atapuerca en Atenas. Y así nos pilla julio. (2002)


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