EL ÁRBOL DE RINGO


Manuel Rivas. El País Brasil 2014


Él lo veía todo siempre desde fuera. Ara mí era como un tío, aunque nunca entró en casa, no sé por qué. Trabajaba de redero con mi padre. Con el torso desnudo, oxidado por la brisa de salitre, los brazos tatuados y as manos veloces, Ringo parecía un lobo de mar cosiendo el vacío. Nunca subió a un barco, pero juraba que un día embarcaría para no volver. La verdad es que ni siquiera pisaba la playa en verano. Lo veía alguna vez apoyado en la barandilla de la Coraza, atento a los jóvenes tritones que se lanzaban desde el trampolín. La tarde de los sábados seguía las partidas de naipes y dominó en la cafetería Delicias, pero a través del ventanal, desde la acera. En los entierros se quedaba a la puerta del cementerio. En las fiestas, desparecía. Nunca faltaba, eso sí, al partido de fútbol en el campo de La Granja. Para verlo, trepaba a un olmo que había cerca de la valla y se acomodaba en la cima como un vigía en la cofa de un velero. Cuando el partido estaba aburrido, la gente miraba a Ringo y le hacía la ola, pero él permanecía impasible. El día de mi debut fue un desastre. Perdíamos por goleada y Ringo, de repente, se puso a ondear la bandera del rival. Los compañeros sacudieron el árbol hasta hacerlo caer. Conseguí evitar que lo linchasen. Caminamos, solos, de regreso. Cojeaba, se apoyó en mi hombro y susurró: “Ya ves, chaval ¡Este país no aguanta un librepensador!”.