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Luis Cardeña Gálvez
27/05/2015
HUNGRÍA, 1954.
 
 

HUNGRÍA, 1954


El milagro de Berna

Carlos Molina. “Ahogados en la orilla”. Editorial Córner, 2012



El fútbol vivió a comienzos de los años cincuenta una de sus mayores revoluciones. Entre 1948 y 1956, la selección húngara jugó 52 partidos, de los que sólo perdió uno, precisamente el que iba a consagrarla como el mejor equipo del mundo. Para muchos aficionados y especialistas, lo fue de todas maneras. Fue una revolución futbolística que terminaría en 1956 con otra revolución, esta de carácter político, pero antes de eso, durante algunos años, una maravillosa generación de jugadores convirtió a Hungría en la primera potencia de su deporte.

Todos los que los vieron sobre el campo coinciden en una cosa: jugaban maravillosamente bien. Para los aficionados a ver fútbol histórico, basta con decir que los vídeos de la Hungría de hace cincuenta años recuerdan más al fútbol actual que muchos partidos de hace sólo dos o tres décadas. Los apoyos eran cortos. Los intercambios de posición, casi constantes. El balón se movía de un pie a otro a una velocidad que tardó décadas en igualarse.

En la portería estaba Gyula Grosics, uno de los mejores especialistas en su época. Un portero moderno, adelantado a su tiempo, como todo el equipo. Jugó 82 partidos internacionales e intentó fichar por el Ferencvaros, el equipo de sus amores, pero el régimen comunista se lo impidió. En 2008, con ochenta y dos años, pudo por fin cumplir su sueño y jugó unos minutos bajo los palos en un amistoso contra el Sheffield United.

La defensa, formada por hombres como Buzansky, Lorant y Lantos, destacaba por su calidad para sacar el balón jugado, pero era el centro del campo donde empezaba lo mejor. Zacharias hacía el trabajo sucio y Josef Bozsik era el reloj del equipo. Marcab el ritmo, ordenaba el ataque con pases cortos y solía romper las jugadas con un balón en profundidad hacia la delantera. Como casi todos los grandes centrocampistas de la historia, no era ningún portento físico. Se movía con cierta lentitud y no destacaba por su estatura. Sin embargo, tenía la capacidad que distingue a los mejores mediocentros: pensaba más rápido que los demás. Sabía hacia dónde debía ir la pelota antes de recibirla y su abanico de habilidades técnicas, aunque no fuese tan extenso como el de los genios que juegan treinta metros más cerca de la portería contraria, incluía un control y un pase a ras de césped que casi nunca fallaban.

A partir de ahí, entraba en acción una de las mejores delanteras que ha dado el fútbol. Por la banda derecha solía moverse Lazslo Budai, un espigado extremo que cumplía con las labores más oscuras. Devolvía paredes, se desmarcaba una y otra vez, se incrustaba en el centro del campo para tocar el balón y ayudaba en defensa. Por la izquierda, Zoltan Czibor era un pequeño extremo que ha pasado a la historia como uno de los más grandes en su puesto por su velocidad y regate.

Por el centro, tres hombres se repartían el ataque. Nandor Hidegkuti actuaba de falso delantero centro. Era uno de los veteranos y, gracias a su calidad y conocimiento del juego, organizaba el ataque. Solía continuar lo que Bozsik había empezado unos metros más atrás. Sus pases terminaban una y otra vez en los pies de Sandor Kocsis y de Ferenc Puskas, que aportaban la mayor parte de los goles. Kocsis era el salto y el remate de cabeza, como buen delantero centro. Puskas, la zurda precisa y potente como interior zurdo. Todos ellos gastaban fama de bohemios, pero sobre el campo se entendían a la perfección. Nunca sobraban regates y nunca se chutaba a puerta si había un compañero mejor situado.

Todo aquello empezó a verse en los Juegos Olímpicos de Helsinki, en 1952. Hungría ganaba la medalla de oro con facilidad, marcó 20 goles en cinco partidos y encajó sólo dos. La victoria por 6-0 en la semifinal contra Suecia, anterior campeona olímpica y una gran potencia en aquellos años, fue una de las primeras grandes demostraciones de Hungría a escala internacional.

El torneo olímpico les dio prestigio, pero la fama definitiva llegó con una victoria por 3-6 frente a Inglaterra, en un partido celebrado en el mítico estadio de Wembley en 1953. La lección fue tan aplastante que los historiadores británicos consideran que aquel día el fútbol inglés perdió su inocencia. Los inventores de este juego comprobaron definitivamente que ya no eran sus grandes dominadores. Durante décadas, a pesar de algunas decepciones en campeonatos internacionales, habían sido capaces de mantener su orgullo intacto, pero lo que ocurrió aquel día en Londres fue demasiado. Fue su primera derrota en casa contra un equipo del continente y, durante 90 minutos, los jugadores persiguieron el balón de un lado a otro. Sólo la alegría defensiva de los húngaros les permitió salvar la honra con tres goles.

En 1954 llegó el Campeonato del Mundo de Suiza y Hungría era la favorita indiscutible. Brasil aún no se había recuperado de la conmoción sufrida cuatro años antes, con la derrota frente a Uruguay en Río de Janeiro. De hecho, apenas quedaban jugadores de la selección brasileña que había maravillado en 1950. En Europa, el dominio mostrado por Bozsik, Puskas y el resto de sus compañeros durante los cuatro años anteriores no dejaba muchas esperanzas al resto de selecciones.

El torneo comenzó con una liguilla en la que Hungría se enfrentó y venció a Corea del Sur y Alemania Federal, con el increíble resultado de 17 goles a favor y 3 en contra. Como contra Suecia en el 52 e Inglaterra en el 53, aquellas goleadas resultaban escandalosas en partidos del máximo nivel, incluso en aquella época de juego de ataque y de defensas despobladas.

El partido contra los alemanes se cerró con un 8-3 y una exhibición de juego, pero acabó con una pésima noticia. Una entrada del defensa Liebrich lesionó a Puskas, que había llegado a Suiza en su mejor momento y era considerado por casi todos como el mejor jugador del mundo. Tuvo que perderse los dos siguientes partidos y no reapareció hasta la final.

El cruce de cuartos de final enfrentó a Hungría contra Brasil en uno de los choques más duros de la historia, que pasaría a conocerse como ‘la batalla de Berna’. Brasil no tenía la calidad de otras ocasiones y decidió apostar por el juego duro para equilibrar las cosas. El árbitro, el inglés Arthur Ellis, permitió toda clase de patadas y aquello acabó resultando algo más parecido a una pelea entre bandas callejeras que a un partido de fútbol.

Hungría se adelantó con dos goles antes del descanso y todo apuntaba a una nueva goleada. Sin embargo, Djalma Santos acortó distancias de penalti y el partido se calentó. Lantos volvió a marcar para Hungría y Julinho no tardó en anotar el 3-2. A partir de ahí, las crónicas no se pone de acuerdo sobre lo que realmente sucedió. Al parecer, Nilton Santos, lateral izquierdo de legendaria elegancia, realizó una terrible entrada a Bozsik, quien respondió con un directo a la cara del brasileño. Tras un breve combate entre dos de los mejores futbolistas de la historia, ambos fueron expulsados. Cuentan también que, unos minutos después, Djalma Santos se desentendió durante unos segundos del juego para perseguir a Czibor corriendo tras él por el campo.

Poco antes de que terminase el partido, Hungría marco el 4-2 definitivo y Humberto se convirtió en el tercer expulsado. Ellis pitó el final y, de forma inmediata, los jugadores de uno y otro equipo se liaron a puñetazos. Casi nadie se sorprendió después de haber asistido a noventa minutos de provocaciones y patadas, pero la cosa se complicó aún más cuando alguien rompió una botella en la cabeza del brasileño Humberto. Hay quien dice que fue un espectador. Otros aseguran que fue Puskas, quien continuaba lesionado y había presenciado el partido sentado en el banquillo.

La semifinal contra Uruguay fue completamente diferente, lo que no deja de resultar paradójico teniendo en cuenta la reputación de esta selección como una de las más duras de América del Sur. Fue un choque limpio, lleno de jugadas brillantes y que sólo se resolvió en la prórroga con un 4-2 a favor de Hungría. Uruguay, sin embargo, logró remontar un 2-0 en los últimos minutos y forzó la prolongación.

La final se celebró el 4 de julio en el estadio Wankdorf de Berna. Hungría debía vencer a Alemania Federal, que tras el 8-3 de la primera fase había sorprendido al llegar tan lejos. A nadie se le hubiera ocurrido considerar aquello un partido equilibrado. Tras los durísimos cruces contra Brasil y Uruguay, el partido decisivo parecía para los húngaros un simple trámite ante un equipo claramente inferior. Aún así, se forzó la reaparación de Puskas, que entró en el campo como capitán.

Después de 32 partidos consecutivos sin perder, Hungría comenzó con la intención de resolver la final lo antes posible. Dominaron y encerraron a Alemania en su área. En el minuto 6, Puskas marcó el primero y, en el 8, Czibor puso el 2-0. Todo iba según lo previsto, pero Alemania sacó su orgullo y sorprendió a los 60.000 espectadores que había en el estadio con dos goles de Morlock y Rahn, en los minutos 10 y 19. Durante el resto del partido, Hungría dominó y, en el segundo tiempo, falló ocasiones clamorosas. En el minuto 84, cuando Alemania parecía limitarse a esperar la prórroga, Rahn cogió un balón mal despejado por la defensa húngara y batió con la izquierda a Grosics. Era el 3-2 y nadie podía creerlo.

Por si todo aquello no resultaba suficientemente dramático, el árbitro anuló un gol de Puskas por fuera de juego a falta de dos minutos. Al final, Hungría cayó y la República Federal de Alemania vio el partido como un símbolo de la recuperación del país tras el desastre económico y la vergüenza de la Segunda Guerra Mundial. Como en 1950 en Brasil, el mejor equipo del torneo, el gran favorito, había perdido la final de forma incomprensible ante un rival inferior.

Ha pasado más de medio siglo y todavía se buscan explicaciones para lo que sucedió aquella tarde. Se habla de exceso de confianza en Hungría, de la lesión mal curada de Puskas o simplemente de suerte. También se ha puesto en duda la limpieza de la selección alemana. Con el paso de los años se ha mantenido una vieja acusación de dopaje contra los jugadores que protagonizaron aquel milagro. Todo empezó con el hecho, comprobado y reconocido, de que varios jugadores recibieron inyecciones en aquel y en otros encuentros del Mundial. También se dijo desde el principio que habían salido del vestuario tras el descanso con una fortaleza sorprendente. El médico del equipo, el doctor Loogen, aseguró siempre que sólo les administró suplementos de vitamina C, algo perfectamente legal entonces y ahora. Sin embargo, las dudas nunca se despejaron del todo.

Hace algunos años, una investigación de la Universidad Humboldt de Berlín sugirió que los futbolistas alemanes habían recibido inyecciones de mentafetamina pervitina, un estimulante que se había empleado en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial. La vitamina C raramente se inyecta y resulta más eficaz por vía oral, por lo que los brotes de ictericia que sufrieron algunos jugadores después del partido guardarían relación, según los autores del estudio, con el consumo de mentafetamina. Como es normal, ningún alemán lo ha reconocido nunca y hoy se trata ya de algo indemostrable.

Durante los dos años siguientes, la selección húngara siguió jugando muy bien y ganando casi todos sus partidos. Quizás incluso pensaban tomarse la revancha en 1958, pero todo acabó en 1956. El pueblo húngaro salió a las calles para reclamar un cambio en el régimen que lo gobernaba y, como respuesta, las tropas soviéticas entraron en Budapest. La represión terminó con las expectativas de libertad para el país y, de paso, provocó el desmembramiento de la mejor selección de su historia.

En aquellos días, en plena confusión, en la selección nacional de fútbol sucedió lo que suele pasar en estos casos: cada uno intentó sobrevivir como buenamente pudo. El Honved de Budapest, equipo donde jugaban casi todas las estrellas del país, se encontraba en Bilbao para jugar un partido de Copa de Europa contra el Athletic. Muchos aprovecharon que estaban en el extranjero para no volver a casa. Se desperdigaron por equipos italianos y españoles. Puskas llegó a vivir durante una temporada prácticamente retirado en Viena y, según dicen, haciendo malabarismos con el balón a cambio de unas monedas. Otros, como Grosis y Bozsik sí que regresaron, aunque lograron más gloria que dinero en su país.

Varios de los que se quedaron en la Europa occidental siguieron triunfando. De hecho, el éxito de todos aquellos jugadores en las grandes ligas europeas convierte a aquella generación húngara en algo aún más extraordinario. A diferencia de otros grandes equipos de la historia, empezando por generaciones enteras de brasileños, sus mayores talentos no se diluyeron cuando se trasladaron a otro entorno y a otro fútbol. Con más de treinta años y un sobrepeso evidente, Puskas fichó por el Real Madrid, formó parte de un equipo imparable al lado de Alfredo Di Stéfano y agrandó aún más su leyenda. Kocsis y Czibor fueron a parar al Barcelona y, junto a su compatriota Kubala, ganaron varios títulos y se convirtieron en las estrellas de la Liga Española.

Pasaron muchos años hasta que un equipo provocó una fascinación similar. En el Mundial de Alemania en 1974, la selección holandesa recordó en muchas cosas a la de Hungría de veinte años antes. Como ellos, un grupo de jugadores técnicos e inteligentes, liderados por Johan Cruyff, desarbolaron a sus rivales con un juego ofensivo a base de pases cortos y rápidos, de desmarques e intercambios de posición. También maravillaron al mundo y también perdieron la final. Contra Alemania, por supuesto.


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