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Luis Cardeña Gálvez
28/03/2018
SIMULACROS E IMPOSTORES.
 
 

SIMULACROS E IMPOSTORES


Javier Marías. El País Semanal, 6 de junio de 2010



Quienes entienden poco de fútbol aseguran que se puede disfrutar un encuentro sólo por el buen juego, sin tomar partido por ningún contendiente. Nada me parece más improbable. Cuando se enfrentan dos equipos que en verdad me son indiferentes; cuando me trae sin cuidado cuál gane y además no logro que las circunstancias ni los elementos extradeportivos me lleven a preferir la victoria de ninguno, acabo por aburrirme, así nos brinden grandes goles y combinaciones. Por fortuna eso no me ocurre apenas: casi siempre hay algo, aunque sea sólo un detalle, que me hace inclinarme por uno de los contrincantes. Está a punto de comenzar el Mundial de Sudáfrica, y en esos torneos puede uno vérselas y deseárselas para decidir si quiere que venzan Chile u Honduras, Costa de Marfil o Corea del Norte, Paraguay o Nueva Zelanda. Tiene que recurrir a cosas nimias: he estado una vez en Chile, Corea del Norte es una dictadura brutal, uno de mis maestros era neozelandés de nacimiento, da lo mismo. Una vez que uno resuelve apoyar a alguien, la diversión es mayor, está asegurada.

Más arduo es el asunto cuando lo que uno quisiera es que perdieran los dos rivales, cuando ambos le caen como un tiro. Es lo que me sucedió hace dos semanas durante la Final de la Copa de Europa (me niego a llamarla esa pavada de ‘Champions League’), entre el Bayern Múnich y el Inter de Milán. Como madridista veterano, a los dos les tenía antipatía: con el Bayern hay una larga lista de agravios, en forma de derrotas, alguna humillación incluida, y de broncas e incidentes, si bien uno de los más sonados fue culpa de aquel jugador del Madrid que más parecía del Atlético y que a menudo nos avergonzaba a los merengues fetén, Juanito Gómez. En cuanto al Inter, para los de antigua memoria es imposible olvidar el disgusto que nos dio en la niñez, cuando hundió por 3-1 al Madrid en la Final europea de 1964, con la agravante de que aquel partido determinó la salida de Di Stéfano, el mejor futbolista de la historia y nuestro ídolo de entonces. Los dos entrenadores me parecen odiosos, Van Gaal y Mourinho, sólo uno más podría hacerles sombra en el terreno de lo desagradable, Ferguson, del Manchester United. Son bordes y engreídos y poco elegantes, y el juego de sus equipos suele ser feo y soporífero, algo que en modo alguno compensa su ocasional eficacia. Como cuando escribo esto se cernía la amenaza de que Mourinho fuese fichado por el Madrid –ay, me temo que ya se haya consumado–, intenté pensar qué era mejor para la evitación de esa catástrofe, que a muchos madridistas nos obligaría a replantearnos la fidelidad al color blanco. Tampoco esa consideración me ayudó: si el Inter perdía, quizá el Madrid juzgase que Mourinho no era infalible y echase marcha atrás en su decisión de contratarlo; pero si el Inter ganaba, era posible que el club milanés hiciera lo indecible por retenerlo, y que el propio entrenador sintiera la tentación de defender, la temporada próxima, el título conquistado en esta, para demostrar que no había sido azaroso.

Estaba tan aburrido durante el primer cuarto de hora, con tanta neutralidad negativa, que me dediqué a contar cuántos jugadores alemanes había en el Bayern, cuántos italianos en el Inter y cuántos extranjeros en cada uno. Y fue así como encontré a mi “favorito”. El Bayern alineaba a cinco alemanes y a seis extranjeros; el Inter, a once de estos últimos y a ni un solo italiano. Un equipo de Milán, entre cuyas viejas glorias había magníficos futbolistas como Facchetti, Mazzola y Burgnich. ¿Qué sentido tenía? De aquellos once extranjeros, además, ocho ni siquiera eran europeos… y se estaba ventilando la Copa de Europa: cuatro argentinos, tres brasileños y un camerunés en sus filas. Y aún es más, en su plantilla, por lo que yo sé, solamente hay tres italianos: el portero Toldo, el negro Balotelli, al que muchos de sus compatriotas racistas niegan la nacionalidad, y el veteranísimo y sucísimo defensa Materazzi, el mismo que insultó gravemente a Zidane en la Final del Mundial de 2006 y que recibió de éste un merecido cabezazo. A partir de aquel instante ya no tuve duda, pese a Van Gaal y a las muchas afrentas sufridas por el Madrid a sus manos o a sus pies: iría con el Bayern, sin vuelta de hoja. Quién me iba a decir que acabaría apoyando a una de nuestras “bestias negras”.

Hay un tipo de público joven, a buen seguro, al que le resulta indiferente la procedencia de los jugadores que representan a su equipo y a su ciudad, en consecuencia. Pero los clubs de fútbol son eso, ‘de las ciudades’, y en origen se trataba de dilucidar los de cuál eran mejores. Este deporte es un espectáculo y mueve mucho dinero, y los grandes y los pequeños equipos fichan a quienes contribuyen a la obtención de victorias, así ha sido siempre. Pero con una base imprescindible, si no de la ciudad cuyo nombre llevan, al menos sí del país al que pertenecen. Seré anticuado, pero no conseguiría verle la gracia a que el Real Madrid ganase títulos con una alineación de sudamericanos, como la de este simulacro de Inter desnaturalizado, en la que no figuraran un Casillas, un Guti, un Raúl, un Albiol, un Arbeloa, un Granero o un Ramos. Si aterriza Mourinho en nuestro equipo, nadie nos asegura que no vayamos a ver un domingo tras otro, vestidos de blanco, a once mozos impostores del sertón y de la pampa.


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