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Luis Cardeña Gálvez
11/04/2018
EL ANSIOSO Y EL AMBICIOSO.
 
 

EL ANSIOSO Y EL AMBICIOSO


Javier Marías: “Harán de mí un criminal”. Editorial Alfaguara, 2003



Por estas fechas, hará un año, anuncié aquí con chulería y temeridad que el Madrid, mi equipo del alma, ganaría sin duda la Final de la Copa de Europa al Valencia. Corrí un buen riesgo, me disculpé por adelantado con los valencianos y quedé como temible profeta tras el rotundo 3-0 de Morientes, McManaman y Raúl. Esta temporada el Madrid fue eliminado (parece que nos van mejor los años pares), y no juzgué oportuno aventurarme a pronósticos ni vaticinios sobre el duelo Bayern Munich-Valencia, habría sido una intromisión. Pero ahora que todo ha acabado mal, y que la depresión puede adueñarse del Valencia y sus aficionados –estas derrotas duelen psicológicamente y cuesta recuperarse, se lo asegura quien bien las conoce, recuérdese que los madridistas atravesamos treinta años de sequía antes de la Séptima y la Octava-. Algo quiero comentar, aunque sea a toro pasado.

Yo temía por el Valencia. En el fútbol no hay justicia, pero sí algunas leyes extrañas, subterráneas si no clandestinas, con tendencia a cumplirse. Y así como en el 2000 el Madrid –pese a su paupérrima Liga- había dejado en la cuneta a los finalistas del 99, el Manchester y el Bayern, en el 2001 este último había hecho lo propio con los dos más recientes campeones, el Manchester y el Madrid. Esa clase de factor, debido en parte al azar de un sorteo, contribuye a que quien haya vencido a sus predecesores se sienta justo heredero de ellos y con más “derecho” que nadie a ocupar el trono de los que él mismo ha depuesto. El Valencia, en cambio, había eliminado a dos “secundarios”, el Arsenal y el Leeds, antes de la Final. Además el Bayern poseía ya tres Copas de Europa, que, si bien lejanas (veinticinco temporadas desde la tercera), le conferían la certeza de que para ellos el triunfo era alcanzable, no así para el Valencia, que no contaba con ninguna. Pero lo principal en su contra no era esto, sino que el actual equipo, cuya eficacia nadie pone en duda, carece de jugadores voraces, tras haber perdido a Claudio López. Una final no es un partido más. En ellas intervienen, tanto o más que el buen juego, el carácter y la ambición. Cuando las cosas se tuercen, los aficionados empezamos a buscar con desesperación a las individualidades, no sólo porque sean capaces de inventar un gol donde no podía haberlo, sino por la resistencia de algunos a perder y su tenacidad por ganar. En el Madrid miramos entonces a Raúl, a Roberto Carlos y a Figo, como el año pasado a redondo y antaño a Di Stéfano, el cual detestaba, como es sabido, perder hasta al dominó. En esas circunstancias de nada nos sirven un Makelele, un Morientes, ni siquiera un Hierro, por buenos y eficaces que sean en general. Les falta voracidad.

En el Valencia sólo hay un futbolista que posea ‘algo’ de eso, insuficientemente, y es Mendieta, demasiado educado y con excesivo buen carácter para esa clase de proezas. ¿Y Cañizares? Ay, ese es su mayor inconveniente, y nunca debe confundirse a un ambicioso con un ansioso, éstos resultan un lastre fatídico. Ese portero no por nada se forjó en el Madrid y por dos veces salió de este club sin triunfar ni apenas participar. No importa que sus facultades sean innegables, ni que sea el guardameta menos goleado esta temporada, pero nada de eso basta en una final. En estos partidos el portero tiene que imponer respeto, no en el sentido de amedrentar ni siquiera en el de mandar, sino que ha de ser una figura respetable en sí misma. Y el contrario advierte en seguida si enfrente tiene a un ambicioso fuerte o a un débil ansioso. Cañizares no es respetable, como quedó clarísimo, por si había dudas, en su inaceptable comportamiento a la conclusión. ¿Cómo podría nadie respetar a quien sin pudor alguno se pone a dar gritos, a llorar magdalénicamente y a deambular por el césped con una toalla en el rostro como si fuera Vincent Price con la cara quemada en ‘Los crímenes del Museo de Cera’, o más bien –cualquier otra semejanza con el gran Price sería ofender a éste- aquel blando y llorón italiano, Rossano Brazzi, que se cargaba las películas en que intervenía?

Aquella falta de contención algo falsa –por histriónica- no inspiraba lástima, sino vergüenza, frente a la sobriedad triste de Mendieta, Carew o Pellegrino, dignos de su derrota. Y fue entonces cuando comprendí cabalmente por qué habían perdido: no porque Cañizares no parara lo bastante, ni porque sus compañeros no chutaran a puerta en ciento veinte minutos. Fue porque en el fútbol hay cierta justicia poética, o estética si se prefiere, y no es campeón un equipo cuya figura emblemática desconoce la dignidad. Fíjense en Kahn, el portero del Bayern: es fiero, feo, algo chulo y no resulta simpático, pero es ambicioso, e inimaginable en un papelón como el de Cañizares entoallado y plañidero. Es más: mientras los compañeros de éste –que se lo conocerán- pasaban de él, Kahn se acercó a consolarlo, generoso e ingenuo. Sin resultado, porque lo del portero teñido duró, no lo olviden, interminables, agotadores minutos que nos hicieron cambiar de canal antes de tiempo para cortar nuestro rubor. E imagínense que la hubiera montado igual vistiendo la camiseta de la Selección: muchos estaríamos renunciando al pasaporte, ya lo creo que sí.

10-VI-01


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