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Luis Cardeña Gálvez
26/08/2009
MERCEDES NEGRETTE, MILLONARIO.
 
 

MERCEDES NEGRETTE, MILLONARIO

Osvaldo Soriano: “Fútbol. Memorias del Míster Peregrino Fernández y otros relatos”. Editorial Mondadori, 1998



“Pasé veinticuatro años en Pilar, que es un pueblito ribereño, de casas bajas y calles amplias. Trabajaba en el campo con mi viejo y mis cinco hermanos. Nos levantábamos temprano y a las seis ya estábamos en el surco. Al mediodía parábamos una hora para comer y después le pegábamos hasta las siete de la tarde. Después volvíamos a la casa, que era de material, y tenía techo de paja, y nos poníamos a limpiar las herramientas para tenerlas listas para el día siguiente”.

Mercedes Ramón Negrete tiene 27 años y es el mayor de cinco hermanos. Es un muchacho alegre, voluntarioso, que no le escapa al trabajo. Es el primero en levantarse por las mañanas, cuando el sol ya se mete por la ventana, entre los huecos de la cortina rota y sucia.

En dos minutos prepara el tereré, va despertando uno por uno a los hermanos y por fin al padre. Ninguno se demora en el catre, tampoco la única mujer de la familia, que duerme en un rincón, en esa diminuta intimidad que le dan los cinco pasos de distancia entre su colchón y los de los hermanos.

Hay un aire de rutina en cada día. La misma ropa (la camisa blanca y el pantalón), el tereré, el retrato de la madre que ha muerto hace mucho, las herramientas apiladas en un rincón de la pieza. Se turnan para ir al baño y ninguno tarda más de lo necesario. Ni siquiera la hermana, que se echa el pelo a al nuca y lo ata, una vez para todo el día.

En el algodonal no se habla. Apenas alguna palabra en guaraní para pedir la azada, el rastrillo, para azuzar a los caballos que tiran del arado de dientes gastados, pero filosos.

Así todo el día. Seis veces por semana. El mismo trabajo que hizo el abuelo, aun durante la guerra del Chaco. El padre suele contar historias por la noche, a esa hora en que los cuentos se vuelven más ciertos, porque las palabras tienen más fuerza rodeadas de silencio. A la noche los pájaros se callan, el calor afloja y los perros se tienden bajo la mesa.

“El sábado a la noche me divertía. Iba al baile porque siempre me gustó el baile. Me gastaba lo que tenía, que era casi nada, porque el campo no da nada aunque se lo trabaje. En el baile éramos siempre los mismos, las mismas caras, pero no importaba porque nos divertíamos. Yo me divierto fácil. Después, el domingo iba a ver el fútbol. Los partidos me gustaban pero no sé jugar. Iba a ver, nomás.”

Un traje azul oscuro, un chaleco también azul pero más claro, una corbata a rayas grises y azules, un par de zapatos negros y medias rayadas están listos para el domingo. Mercedes Ramón limpia el traje y lo plancha él mismo, porque no tiene otro. Está lustroso, pero Mercedes cree que así es más lindo. Se aplasta el pelo con la gomina, se perfuma y sale caminando despacio para Pilar.

Siempre que camina solo le vienen pensamientos. Piensa en irse a la ciudad, a conocer, quizás a trabajar allá. Asunción está a noventa leguas y todos los días –si no llueve- sale un ómnibus, pero nunca le alcanzó la plata para ir. Debe ser lindo Asunción, donde hay televisión para pasar la noche. Debe ser lindo conocer el estadio Puerto Sajonia. Debe ser lindo.

Pero acá en Pilar se está bien. La noche del sábado se encuentra con sus amigos en la puerta del club. Se hacen lustrar los zapatos, miran para adentro, para ver cómo está el ambiente. A eso de las once se pone bueno. Mercedes tiene una mirada para cada muchacha. Baila con una morocha linda, que le da baile y nada más. Y él insiste, quiere más. No hay caso, a las tres la acompaña unas cuadras hasta la casa y le da la mano. “Encantada”, dice ella. “Hasta el sábado”, dice él.

A veces vuelve al club, donde las luces persisten, los papeles de colores que adornan el escenario cuelgan aquí y allá. Se toma una cerveza con los amigos pero nunca se emborracha.

Están Miguel el zapatero, Eugenio el ayudante del carnicero, Coco el chofer de la municipalidad. Son buenos amigos, toda gente de bien. Bromean, hablan de las mujeres, de fútbol, de pequeñas aventuras, siempre iguales, que se cuentan agregando cada vez más detalles. Al amanecer, Mercedes camina otra vez hacia la casa, lentamente, fumando un cigarrillo tras otro. Ahora lleva el cuello de la camisa desprendido, la corbata suelta y el pelo suelto.

Así volvió la noche que un amigo le propuso pasar unos días en Buenos Aires. “¡pero si no tengo plata!”, le dijo Mercedes. “No importa, yo tengo familia allá. Nos podemos pasar unos días sin plata”.

Cruzan en canoa y llegan a Corrientes. Allá toman un ómnibus hasta Buenos Aires. Mercedes nunca supo de tierra tan extensa ni tan fértil. “Un paraguayo tiene que ganar mucha plata acá”, se dice. Después estuvo varias horas recostado mirando el paisaje llano porque le habían venido pensamientos.

A las tres de la tarde el ómnibus entra en Plaza Once, avanzando dificultosamente entre el tránsito. Mercedes dormía y ha despertado de golpe. Una imagen casi apocalíptica se abre ante él: la plaza, rodeada de edificios sucios, las calles atestadas de autos y colectivos que llenan el aire de humo oscuro, las veredas donde se amontona tanta gente anónima. Deslumbrado, Negrete no escucha las palabras de su amigo. No le alcanzan los ojos para mirar. Cuando vuelve la cabeza hacia su compañero sabe que no regresará a Pilar. Sabe, también, que es un hombre de suerte.

“¡Usted sí que tiene suerte!”, le dice ese hombre duro, envejecido por el trabajo. Es un tío de su amigo; trabaja en la compañía Ítalo-Argentina de Electricidad. Le ha conseguido trabajo de sereno en una obra de la empresa.

Le pagan ciento cincuenta y ocho pesos por hora, pero vive en la obra. Su trabajo es vigilar, limpiar los desperdicios, juntar las herramientas. Pasa el día entero encerrado y la plata le alcanza para la comida y sacar un traje a crédito. Un traje azul, igual al que tenía en Paraguay.

Le escribe a su padre: “Estoy muy bien y tengo trabajo –le dice-, si me permitís me quedo unos meses más”. El padre le permite. Aunque es uno menos para trabajar, es también uno menos para comer.

Mercedes se hace de algunos amigos, empieza a salir y va a los bailes del club Deportivo Paraguayo. Visita a sus compatriotas en la villa de Valentín Alsina. Casi todos trabajan en una fábrica textil. Él se siente muy solo en su pieza de Belgrano, donde cuida los materiales de la Ítalo.

Quiere trabajar en la fábrica, con sus compañeros. Un par de meses más tarde lo llaman. Ganará doscientos cincuenta pesos la hora. Claro que en el cambio pierde la pieza. Un amigo le propone comprar una casilla en Valentín Alsina. Cuesta sesenta mil pesos, treinta cada uno. Tiene diez mil pesos; con el primer sueldo pagará el resto. Ya tiene dónde vivir. Hay que hacerle muchos arreglos, pero él siempre hizo ese trabajo. Todos los días, cuando deja la fábrica, remienda las chapas de la casilla, tapa agujeros.

Cuando va hasta el surtidor a buscar agua se encuentra con Fabiana López, una vecina simpática que tiene 22 años y le sonríe. Charlan, se dan la mano. Una noche, Fabiana acepta acompañarlo al baile. Al día siguiente, un domingo, van al parque de diversiones. Suben a la vuelta al mundo, a los autitos chocadores, al tren fantasma. Es una noche limpia que se hace inmensa cuando la vuelta al mundo sube, la silla se bambolea, el pelo de Fabiana tapa la cara de Mercedes.

“Veníte a la casilla, ¿querés?”, le dice Mercedes cuando se despiden. Ella contesta que lo va a pensar aunque está decidida. Al día siguiente mete las ropas en una valija vieja, camina veinte pasos y entra en la casilla de Mercedes.

Fabiana lava la ropa, limpia, hace los mandados si hay plata. Cuando Mercedes se va a trabajar ella termina la limpieza y se va a la casa de su madre. Mercedes no quiere que ella se quede ahí con los demás muchachos. Son varios, que está sin trabajo y paran en la casilla de Negrete. Todos gente de bien, dice Mercedes, pero por las dudas Fabiana se va a la casa de su madre. “Por la noche –cuenta la madre-, él la viene a buscar y se van a estar”.

En la fábrica hay poco tiempo para charlar. Son ocho horas sin parar. Mercedes carga las máquinas con ovillos de hilo. En el descanso un compañero muestra tarjetas del Prode. Le da una. Mercedes la llena. Nunca ha jugado antes. El lunes revisa los resultados y tiene siete puntos. Son muy pocos, pero el juego lo entusiasma. Tirar trescientos pesos por semana no es nada, piensa, y vuelve a jugar. Esta vez acierta once de los trece partidos. “Estuve cerca”, les cuenta a sus compañeros. “La próxima vez me gano la plata”. Lo que dice todo el mundo.

Esta semana parece mejor que las otras. Lleva a Fabiana al circo. El circo la apasiona. Ella se enternece con la música y a él le gustan los payasos y el enano. Sólo recuerda haber visto un circo cuando era chico. Era una carpa pequeña. Había un león viejo y un enano, también un payaso todo pintado. Es todo lo que recuerda.

El miércoles un compañero de la fábrica le da una tarjeta del Prode. Él la llena sin mucha atención y la guarda en un bolsillo. A la tarde, cuando sale del trabajo, pasa por una agencia y la entrega.

“Cuando orlando Marconi dijo por televisión que mercedes Ramón Negrete había ganado el Prode me puse contento. Yo siempre estoy contento. Esa tarde un poco más”.

A las cinco y media de la tarde, cuando apagó la radio, sabía que tenía muchos puntos, pero creyó que no le alcanzaban. Los partidos no habían terminado todavía. “Le pasé cerquita otra vez”, pensó, y se fue a dar una vuelta con Fabiana.

Cuando volvían, una nena se le acercó y le dijo: “Señor Negrete ¿usted tiene alguna hermana que se llama Mercedes?” Él sonrió: “Yo me llamo Mercedes”. La nena lo miró sin entender muy bien: “A Mercedes la andan buscando por la televisión porque tiene un lío con el Prode”.

Negrete dejó a la Fabiana y corrió hacia la casilla de un compañero. “Déjame ver la televisión ¿querés?”, le dijo. Cinco minutos más tarde se enteró. Fue hasta su casa, se peinó, limpió el traje azul, pidió prestado unos zapatos y tomó el ómnibus para el canal.

Fabiana preguntó: “¿A dónde fue Ramón?” (Él nunca quiso que lo llamaran Mercedes) “A buscar una plata –le dijeron-, parece que se ganó el Prode”. Esa noche Negrete se abrazó con el cónsul paraguayo y durmió, por primera vez, en un hotel frío y lujoso. Los diarios de la tarde mostraban su fotografía en la primera página.

Desde entonces nunca más apareció por Valentín Alsina ni por la fábrica. Fabiana empezó a buscarlo. Lo veía por televisión y los periodistas venían a decirle que Negrete la había dejado. Ella no podía creerlo. Tres días más tarde lo encontró en el consulado. Él tenía dos mil pesos en el bolsillo y le dio mil. “No tengo más”, le dijo. “Dicen que gané mucha plata pero yo no veo nada”.

El señor Aníbal Gómez Núñez, cónsul paraguayo, envió un cable al padre de Negrete. El hombre contestó: “Yo sabía que mi hijo tendría suerte. Es hombre de trabajo y se lo merece”.

Negrete espera que el Banco de la Nación, donde depositó su dinero, le extienda los intereses. Con ese dinero se comprará una casa, pondrá un negocio en Pilar del Paraguay para su padre y sus hermanos, entrará en el negocio de la industria. “Yo no sé nada de eso. Me voy a quedar a vivir en Buenos Aires porque me gusta. Les voy a dar trabajo a los paraguayos que andan desocupados. La plata no me va a cambiar. Antes no me conocía nadie, era un cualquiera. Ahora porque tengo plata me paran en la calle. Es cuestión de suerte, nomás”.


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