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Luis Cardeña Gálvez
3/06/2010
ALFREDO DI STÉFANO.
 
Foto ilustrativa del artículo
 

ALFREDO DI STÉFANO


El hombre adecuado en el lugar adecuado

Bernard Morlino: “Retratos legendarios del fútbol”. Editorial Edimat, 2009



En Madrid, se habla del cosmopolita como en París de la Torre Eiffel. De haber sido cantante, le habrían llamado ‘La Voz’. Cada una de sus actuaciones tenía un halo de recital. Inteligencia en el juego: he aquí aquello que caracterizaba a la ‘Saeta Rubia’. La fuerza del atacante residía en su vista y en su capacidad para realizar el gesto apropiado en el momento adecuado. El contador obliga. Marcar, defender y organizar el juego. El ‘calvo divino’ aportaba su granito de arena en todos y cada uno de los sectores: alzándose como auténtico jefe tanto dentro como fuera del terreno. Aparte de Gento, los españoles le adoraban y se rendían a él con alegría.

El jefe del vestuario debía dar el visto bueno a los extranjeros, de lo contrario, el resto del equipo le rechazaría, tal y como le sucedió al brasileño Didí, aunque este no fue el caso del defensa José Santamaría, natural de Montevideo. Kopa también supo hacerse querer, y Puskas, por su parte, no tenía cuentas que rendir con nadie. Entre genios, no hace falta hablar. Una transversal de cincuenta metros no se traduce, a no ser que sea en goles. Di Stéfano aceptaba a los jugadores capacitados que le ofrecían una mayor libertad. Ya en su primera vida fue todo un héroe en Colombia, en el Millonarios de Bogotá. Madrid y Barcelona se pelearon por ver quién lo incluía en sus filas. En España, a la edad de 27 años, el goleador amplió sus competencias y asumió el papel de organizador. Y al nacionalizarse español, se hace aún más querido por todos.

El infatigable no tenía necesidad de dar codazos para tumbar a sus contrincantes: en dos veces y con tres movimientos transformaba a quien tuviese enfrente en conos a los que sorteaba zigzagueando. La receta del éxito madridista radicaba en una defensa tan hermética como fuese posible, capaz de pasarle el balón en todo momento a Di Stéfano, quien se encargaba de sacarse los ases de la manga y los conejos de la chistera. El 13 de junio de 1956, en el Parque de los Príncipes, ofrece en bandeja al Real Madrid su primera Copa de Europa, haciendo que el equipo del Stade de Reims rompiese a llorar porque en un instante rozó la victoria con 3-2 a su favor. Di Stéfano participó en todos los ataques que acabaron en la portería de los de Kopa: tiro seco, corner determinante, robo del balón, pase decisivo y despeje brillante. Un representante de altura del genio futbolístico. A mediados de la década de los cincuenta, las caras de los jugadores pasaban desapercibidas excepto la de algunos fuera de serie, como la del líder del Real Madrid, capaz incluso de hacerse, capaz incluso de hacerse con la admiración de los republicanos, generalmente poco proclives a estimar algo que proviniese de Franco. Los demócratas cerraban los ojos ante el hecho de que Di Stéfano jugase en el equipo del Caudillo.

El arquitecto del fútbol contaba con todo lo que se le requería a un jugador: altura y buena forma física, además de casi tres pulmones. Tacto y encanto. Sentimiento en el toque, táctica imbatible. Carismático tanto para sus compañeros como para sus adversarios. Sólo le veíamos a él, como cuando Louis Jouvet subía al escenario. De espaldas o de frente. Incluso cuando no se movía, era el centro de todas las miradas. El acróbata de las superficies era realmente capaz de disparar desde todos los ángulos y en todas las posiciones. Su fama era tan grande, que cuando los rebeldes venezolanos le secuestraron, lo hicieron sin peligro para su integridad física. Al igual que el resto de los virtuosos, Di Stéfano fusionaba lo cerebral con la técnica y la combatividad. Estaba constantemente creando, no se contentaba sólo con jugar. Santiago Bernabéu sabía lo que hacía cuando fue a buscarlo a Sudamérica. El presidente madrileño, en funciones desde 1943, buscaba al hombre capaz de volver a hacer brillar al Real Madrid, en sequía de títulos nacionales desde 1933. Seducido por la soltura técnica del líder argentino exiliado en Colombia, decide venir a España desde el momento en que lo ve. Cuanto más observa al ‘Conquistador’, más seguro estaba que tenía el carácter necesario para imponerse al resto de jugadores. A sus 27 años, Di Stéfano ya era leyenda: italiano por parte de padre y bearnés e inglés por parte de madre, el antiguo ‘vaquero’ había dejado su huella en todos los equipos que se habían beneficiado de su juego, con el que dominaba al adversario durante los noventa minutos del encuentro.

Nada más llegar, Di Stéfano se metió en el bolsillo al vestuario concediéndole la victoria al Real Madrid y haciéndolo Campeón de Liga en 1954. Se trataba de la inauguración del recorrido triunfal por el que dirigía a la casa merengue. Sin embargo, la felicidad nunca es completa, las circunstancias le impidieron jugar una Copa del Mundo: lesionado, no pudo tomar parte en la del año 1962, al lado de Puskas, ambos con la camiseta española. El irreprochable profesional llevaba cincuenta años de adelanto, preocupado por el más mínimo detalle. Quien tuviese un conflicto con él, jamás lo reconocía, pues los ojos del maestro echaban para atrás, haciendo que hasta sus más grandes detractores partiesen convencidos de estar equivocados. Nadie podía ponerle freno a sus maquinaciones. “No merece la pena tratar de pararlo. No se le puede seguir”, decían los entrenadores de los equipos contrarios. El mundo del fútbol está en deuda perpetua por la inspiración de la denominación de origen del madridista. La estatua de Di Stéfano corona el centro del entrenamiento de los blancos, en Valdebebas. A menudo, el modelo se coloca delante. Las palomas no osan posarse. Los creyentes dicen que Dios era su entrenador. Pero ¿Y si fuese lo contrario?


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